FÁBULAS Y CUENTOS

Hola a tod@s en esta página encontraréis básicamente fábulas y cuentos.











Os presento las fábulas:
El ciervo, el manantial y el león.
  • Al contemplarse un ciervo en el río  se sintió orgulloso de su hermosa cornamenta. Sin embargo, se sintió muy disgustado con sus patas, que le parecían débiles y finas.
Mientras meditaba sobre sus cualidades, apreció un león que comenzó a perseguirle. Echó a correr y se puso a salvo gracias a sus patas. Al entrar en el bosque, sus cuernos se engancharon en las ramas y, el león, en poco tiempo de persecución, lo tuvo a su alcance. Cuando estaba a punto de morir, el ciervo exclamó para si mismo:
- ¡Necio de mí! No me gustaban mis patas que pudieron salvarme, y estaba orgulloso de mis cuernos, que son los que me pierden.
              LA FONTAINE:A veces despreciamos lo que más nos ayuda.

El asno con la piel de león.
  • Un día un asno encontró la piel de un león.
-Me la pondré por encima-pensó-y todos me temerán.  
 Así lo hizo...y los animales huían con sólo verlo.Feliz con su nuevo aspecto, salió a dar un largo paseo.
Para su desgracia, se topó con un labrador que, al principio, sintió reparos al encontrarse frente a él, pero cuando el hombre se fijó en que asomaban las largas orejas del burro entre la melena del felino, le quitó la piel y le molió a palos por el susto que le había dado.
LA FONTAINE: Nunca trates de aparentar lo que no eres.


El león y el asno presuntuoso.
  • En una ocasión se hicieron amigos el asno y el león para salir de caza.
Al llegar a una cueva donde se refugiaban unas cabras montesas, el león se quedó guardando la salida mientras el asno entraba en la cueva coceando y rebuznando para hacer salir a las cabras.
Cuando por fin el asno salió de la cueva, preguntó al león si no le había parecido excelente su bravura.
-¡Oh sí!-repuso el león-,¡hasta yo mismo me hubiera asustado si no hubiera sabido quién eras!
ESOPO: Si te alabas a ti mismo, serás objeto de burla.



El perro y la ostra.
  • Un perro acostumbrado a comer huevos, al ver una ostra, no se lo pensó dos veces; creyendo que era un huevo, abrió la boca y se la tragó de un solo bocado.
Por la noche, con un dolor espantoso en el estómago, se dijo:
-Bien merecido lo tengo por creer que todo lo redondo son huevos.
ESOPO: Reflexiona antes de actuar para no llevarte sorpresas desagradables.



El águila y el caracol.
  • Vio llegar el águila real, hasta el saliente de roca donde ella anidaba, a un torpe caracol que había partido de la honda vega, y exclamó, sorprendida:
-¿Cómo, con ese andar tan perezoso, subiste a visitarme hasta tan arriba?
-Subí, señora-contestó el baboso-, a fuerza de arrastrarme.

HARTZENBUSCH: Todo se puede conseguir a base de esfuerzo, por muy difícil que parezca.


















































































































































































Os presento los cuentos:
San Jorge y el dragón.
Se dice que hace mucho tiempo la ciudad de Montblanc vivía angustiada por la presencia de un feroz dragón. Un dragón que volaba, escupía fuego y de tan terrible aliento que algunos morían al olerlo.
Ese dragón era la pesadilla de los ganaderos, pues se comía todo el ganado que encontraba. Se comió todos los conejos de desayuno. Al mediodía acabó con todos los cerdos. De merienda le vino bien comerse a todas las ovejas. Y la cena fueron todas las vacas.
Cuando ya no quedaba nada que darle de comer al dragón, este les exigió que cada semana se le entregase un chico o una chica de la ciudad para comer, de lo contrario, acabaría con la ciudad.
Los habitantes de la ciudad estaban aterrados. Decidieron que se elegiría por sorteo entre todos jóvenes de la ciudad quién sería el desafortunado que debía servir de alimento a tan despiadado dragón.
La primera afortunada fue, ni más ni menos, que la hija del Rey. La joven princesa se puso a llorar desconsolada. También su padre lo hizo, que aún siendo el Rey y poder cambiar las leyes a su antojo, pensó ... ¿quién iba a ofrecer a sus hijos para calmar el dragón si el propio Rey rehuía de ello?
Así que cuando la princesa salió al encuentro del dragón, el Rey y todos los ciudadanos rezaron para que ocurriera un milagro, que el dragón desapareciese, la joven princesa pudiera volver a casa y todo hubiese sido una horrible pesadilla.
La princesa caminó hasta la cueva del dragón. No tenía pérdida, sólo tenía que seguir el hedor que dejaba el dragón tras de si. Oyó que el dragón salía de la cueva. Feroz la enseñó los dientes mientras se reía "¡Que gran festín!" dijo.
Pero de repente se oyó un caballo que iba al galope. Y un grito de guerrero "¡Enfréntate antes a mi, dragón!". Y valiente apareció un caballero montado sobre un blanco corcel.
El dragón se abalanzó sobre él y empezó una lucha terrible hasta que finalmente el caballero consiguió con su lanza travesar el corazón del dragón, que cayó fulminado al suelo.
De la sangre que salía de la herida del dragón, nació un rosal, con rosas rojas. El caballero cortó una y se la regaló a la princesa, para presentarse y llevarla de vuelta al castillo.
Una vez allí el caballero se despidió de ella y siguió su camino.



El pequeño abeto.
Había una vez un pequeño abeto en un gran bosque que estaba muy triste. Y lloraba. ¿Sabéis por qué? Por que no le gustaban sus hojas.
- Snif, Snif – lloraba – no me gusta estas hojas tan puntiagudas. Todos los árboles tienen hojas más bonitas que las mías.
Y estuvo llorando todo el día, hasta que de noche, se durmió. Al día siguiente, el abeto se despertó y vió que sus hojas eran grandes hojas de oro.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan doradas ...
Pero tan bonitas eran que pasó un ladrón y se las llevó todas. Y el pequeño abeto volvió a llorar:
- Snif, snif – lloraba – Ya no quiero hojas de oro. Ahora quiero hojas de cristal, ¡que son igual de brillantes pero incluso más bonitas!
Esa noche volvió a dormirse pensando en tener hojas de cristal. Y otra vez al despertarse vió su deseo cumplido. Hojas y hojas de cristal coronaban su copa.
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan brillantes ...
Pero ese día sopló un viento huracanado que tiró todas las hojas, rompiéndolas en pedacitos. Y el abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas de cristal. ¡Ahora quiero hojas verdes!
Y con ese deseo se durmió otra vez. Y una vez más, al despertarse, vio su deseo hecho realidad
- ¡Oh! ¡Qué contento estoy! ¡Qué hojas más preciosas! Son todas tan verdes ...
Pero ese día pasó un rebaño de cabras y vieron sus hojas verdes tan apetecibles que se las comieron todas. Y el pequeño abeto volvió a llorar.
- Snif, Snif – lloraba – Ya no quiero hojas verdes. Ni de cristal. Ni de oro. ¡Quiero mis hojas puntiagudas!
Y esa noche, triste, se volvió a dormir. A la mañana, al despertar, vio que volvía a tener sus hojas puntiagudas. Y sin nadie que las robara, las rompiese o las comiese, creció hasta hacerse un gran abeto y dar cobijo a los animales del bosque.




En el norte de China hay una gran muralla, una muralla de miles de kilómetros que separa las grandes ciudades de las llanuras y los pastos que regentaban muchos pueblos nómadas, que vivían yendo de aquí para allá y que, por eso, eran especialmente hábiles con sus caballos y les tenían mucho aprecio, tanto, que los llegaban a considerar una gran fortuna o, incluso, la mayor fortuna de todas.
Sai Weng era un granjero que tenía la mejor yegua de la zona. Era una yegua fuerte, marrón con una crin impecable y ojos brillantes.
Una mañana, cuando Sai Weng salía de casa, se percató que la yegua no estaba. La cuerda con la que la ataba cada mañana estaba rota, y no sabía si la yegua se había escapado o, por el contrario, se la habían robado.
Fue igualmente al pueblo y la verdulera le pregunto:
- “¿Tienes a tu yegua enferma? ¡No te veo montando en ella!”
- “Esta mañana me he despertado y mi yegua no estaba. La cuerda con la que la ato, se había roto” – le contestó tranquilamente.
Pero Sai Weng no se veía triste, mantenía la cara tranquila y serena de siempre.
Pronto corrió la noticia y todos se apenaban por Sai Weng. “Pobre Sai Weng, lo tiene que estar pasando muy mal”, decían, “pero es muy fuerte y no lo demuestra”.
Finalmente el herrero se dirigó a Sai Weng y le comentó “Haces bien de sonreír, pero sabemos que tu corazón soporta una pena terrible, ya que perder a tu yegua es lo peor que te podía pasar”.
Sai Weng, amablemente, contestó: “¿Y quién puede decir si es una desgracia o un golpe de buena suerte?”
La verdad, es que Sai Weng tuvo razón. Un mes después que su yegua partiera, se oyeron unos golpes en su puerta. Al abrirla, se encontró Sai Weng con su yegua, sana y salva. Pero además no había venido sola. Un caballo blanco de porte majestuoso se había unido a ella.
Ahora Sai Weng era la envidia del pueblo. Ahora no sólo tenía uno, si no dos magníficos
caballos. En el pueblo, el herrero le dijo “Mira Sai Weng que estábamos todos apenados por ti, ¡y resultó que eras el hombre más afortunado de la tierra!”.
Sai Weng, calmado, le contestó de igual manera: “¿Y quién puede decir si esto es buena o mala suerte?”.
No tardó mucho en descubrirlo. Al llegar a casa se encontró que su hijo había intentado montar el caballo blanco y éste se había resistido, tirándolo al suelo y rompiéndole una pierna en la caída. Cuando vino el doctor, se lamentaba “Esto si que es mala suerte, pobre chico, tardará un tiempo en recuperarse”. Sai Weng, muy tranquilamente le contesto:
“¿Y quién puede decir que esto es buena o mala suerte?”
Efectivamente, no tardó mucho en tener Sai Weng otra vez razón. Una terrible noticia recorrió el pueblo. Había estallado la guerra y el reclutador del emperador venía a llevarse a todos los chicos en edad de luchar.
Y así lo hizo, reclutó a todos menos al hijo de Sai Weng, cuya pierna rota le libró de ir a la batalla.
Y ahora sí que era la auténtica envidia del pueblo. Le decían “Qué buena suerte has tenido. Tu hijo sobrevivirá y te cuidará cuando seas mayor”.
A lo que Seng Wei contestó: “¿Y quién puede decir si esto es buena o mala surte?




La liebre y la tortuga.
Un día una liebre se burlaba del lento caminar de una tortuga.
La tortuga, sin ofenderse, le replicó:
Tal vez tu seas más rápida, pero yo te ganaría en una carrera.
Y la libre, totalmente convencida que eso era imposible, aceptó el reto. La tortuga estaba completamente segura que iba a ganar, así que dejó que la liebre eligiera el recorrido e incluso la meta. La liebre eligió un camino muy fácil para ella: Lleno de obstáculos para que la pobre tortuga, con las piernas tan cortas que tenía, se tropezase todo el rato.
Al llegar el día de la carrera, empezaron a la vez. La tortuga no dejó de caminar todo el rato, lenta, pero constante.
En cambio la liebre, al ver que llevaba una gran ventaja sobre la tortuga se paró a descansar y se quedó dormida debajo de un árbol.
Cuando se despertó, miró detrás para ver donde estaba la tortuga, pero no la vio. Espantada, miró para adelante y vio como la tortuga estaba a punto de llegar a la meta.
Corrió entonces la liebre tanto como pudo, pero no pudo alcanzar a la tortuga. Y fue así como la tortuga se proclamó vencedora.




Pinocho.
El maestro Cereza paseaba por el bosque buscando un buen tronco de pino para hacer una pata para su mesa. Encontró uno que le gustó y se lo llevó a casa. Cuando quiso dar el primer hachazo, el tronco empezó a llorar. El maestro Cereza se espantó mucho, se le cayó el tronco al suelo y se escondió detrás del sofá. A lo que el tronco se puso a reír.
Cuando se le hubo pasado el susto, se quedó observando el tronco que reía y lloraba. Estuvo un rato dándole vueltas para saber qué hacer con él, hasta que pensó en su viejo amigo Geppeto, un magnífico carpintero que sabría hacer de él una marioneta fantástica.
El maestro Cereza llevó el tronco a Geppeto, le explicó sus extraordinarias cualidades y le animó a hacer una marioneta con él. Entusiasmado, Geppeto se puso manos a la obra. Por la noche acabó y la marioneta, a la que Geppeto llamó Pinocho, llenaba todo el taller con sus risas y sus bailes. Pero también sus travesuras. Al ver que no se portaba muy bien, decidió que tenía que ir a la escuela.
Al día siguiente Geppeto vendió su abrigo para poder comprar a Pinocho una libreta para que pudiese ir a la escuela. Ya camino de la escuela Pinocho se encontró a un grillo parlanchín, del que se hizo amigo.
Poco antes de llegar, Pinocho se encontró con un gato y un zorro. El Gato y el Zorro le animaron a vender la libreta que tanto le había costado a Geppeto, puesto que conocían el monte de los Milagros, un sitio donde después de enterrar las monedas de oro que conseguirían al vender la libreta, crecerían árboles cargados de monedas, y eso haría muy feliz a Geppeto. El Grillo le dio sabios consejos: “No te dejes engañar, el dinero no crece de los árboles”. Pero Pinocho no hizo caso. Vendió la libreta y consiguió cinco monedas de oro.
De camino al monte de los Milagros, el Gato y el Zorro le convencieron para cenar un festín y dormir en un gran Hotel. El grillo parlanchín le insistía “No te dejes engañar, sólo quieren tu dinero”. Pero Pinocho volvió a no hacer caso. Después de comer, se fueron a dormir. Por la mañana, el Gato y el Zorro ya se habían ido cuando Pinocho despertó. Tuvo que hacerse cargo de la cuenta y gastar una moneda de oro. De camino a casa, llorando, se encontró con un hada. Cuando el hada le preguntó por qué lloraba, Pinocho le dijo que había perdido una moneda de oro. Pero al decir tal mentira, puesto que no la había perdido, si no que la había malgastado, le empezó a crecer la nariz. Pinocho se espantó y lloró todavía más.
El hada, que era buena le hizo prometer a Pinocho que sería bueno, no diría más mentiras, y que sería un buen estudiante. Y después de tener su promesa, accedió a arreglarle la nariz. Ya contento, Pinocho prosiguió su camino. Cerca de casa, Pinocho se encontró con el Gato y el Zorro, quienes hicieron ver que andaban buscando a Pinocho. “¿Dónde te habías metido? ¡Te andábamos buscando! ¿Aún te quedan monedas de oro? ¡Ven! Vamos a sembrarlas al monte de los Milagros”. Y aunque el grillo volvió a insistir “No te dejes engañar, solo quieren tu dinero”, Pinocho se fue con ellos.
Llegaron a un campo de labranza, e hicieron sembrar a Pinocho las 4 monedas que le quedaban - “Mañana, vendremos aquí y recolectaremos todo el oro que habrá crecido” – dijo el Zorro, y se fueron a dormir. Al despertarse, el Gato y el Zorro se habían marchado otra vez. Pinocho fue al campo y vio que no había ningún árbol lleno de monedas, entonces buscó en el suelo las monedas que había sembrado. ¡Y tampoco estaban!. El Gato y el Zorro se habían ido con las monedas.
Justo en ese instante, el Pavo le vio cavando en su capo, y le pareció que le quería robar sus semillas. Llamó a la policía y, por más que Pinocho suplicó, fue a la cárcel por robo.
Por suerte el guardián de la cárcel era un buen hombre. Pinocho le pareció tan bueno y sincero, que no dudó en que había sido engañado y le dejó escapar. Camino de casa se encontró con el grillo parlanchín, que le advirtió que Geppeto había ido a buscarle y se había embarcado en un bote.
Pinocho no se lo pensó dos veces, corrió hasta el muelle donde se subió a otro bote para buscar a Geppeto. En medio del mar, una ballena gigante engulló el bote de Pinocho, que no pudo hacer nada para evitarlo.
Dentro de la ballena, ¡sorpresa! Encontró a su querido Geppeto. ¡Qué alegría se llevaron ambos! Se abrazaron tan fuerte como pudieron. Y luego empezaron a pensar cómo podrían salir de la ballena.
Acordaron quemar un trozo del boto de Pinocho. Así lo hicieron y, del humo que salía, la ballena estornudó, momento que aprovecharon Geppeto, Pinocho y el grillo parlanchín para salir.
Geppeto no sabía nadar. Por suerte, Pinocho al ser de madera flotaba y le ayudó a llegar a la orilla y, después, a su casa, donde cenaron y descansaron de tan apasionante aventura.
Ya por la noche, cuando Geppeto dormía el hada buena se acercó a Pinocho, y le preguntó si había sido bueno como prometió. En ese momento el grillo aprovechó para explicarle cuán bueno, generoso y valiente había sido Pinocho yendo en búsqueda de Geppeto.
El hada buena quedó tan impresionada que decidió hacerle un regalo a Pinocho: Le convirtió en un niño de verdad. Pinocho se puso tan contentó que despertó a Geppeto y los dos se abrazaron y danzaron de alegría hasta que salió el sol.




La sirenita.
En el fondo del mar había un castillo. Allí vivía un rey que tenía seis hijas, todas ellas sirenas de gran belleza. La más bella de todas era la pequeña; su piel era tan suave y delicada como un pétalo de rosa, sus ojos eran azules como el mar.
Como todas las sirenas, no tenía piernas; su cuerpo acababa en una gran cola de pez. Poseía la más bella voz que nunca se había oido.

Todos los días las sirenas jugaban en las grandes habitaciones de palacio. Cuando las ventanas estaban abiertas, los peces entraban y salían libremente. Eran tan mansos que nadaban hasta donde estaban ellas, comían de sus propias manos y se dejaban acariciar y hacer cosquillas.

Nada los gustaba más a las sirenas que escuchar las historias que los explicaba su abuela sobre el mundo que existía más allá del mar. Pedían que les hablase sobre árboles, pájaros, ciudades y personas que utilizaban piernas para caminar.

-Cuando cada una de ustedes cumpla 15 años -decía la abuela-, podrá nadar hasta la superficie del mar y, reclinada sobre alguna roca, ver los barcos que pasan.

Por fin llegó el día en que la sirenita cumplió sus 15 años, saludó a todos y nadó con ligereza ascendiendo hasta la superficie.

Cuando alzó la cabeza sobre el agua, el sol estaba poniéndose, las nubes se veían de color rosa, el mar estaba calmado y empezaba a brillar el sol.

Se quedó deslumbrada mirando las aves que pasaban y las estrellas que iban apareciendo. Gozó con la brisa que rozaba su rostro y acariciaba su pelo.

En la lejanía, vio una nave. Nadando se acercó a ella, se sentó sobre una roca y observó atenta a los marineros que iban y venían alzando las velas.

-¡Qué fuertes y viriles son!- pensaba la sirenita. Se sentía feliz. Pero más se emocionó aún cuando apareció en cubierta un elegante y joven príncipe.

Se había hecho muy tarde ya, pero no podía apartar sus ojos del barco ni del bello príncipe.

De repente el cielo se cubrió de nubes, el viento sopló cada vez más fuerte, los truenos estallaron en estrépito y el mar provocó inmensas olas que sacudieron violentamente el barco hasta hundirlo.

La sirenita nadó precipitadamente para salvar el príncipe. Sostuvo su cabeza sobre las olas, dejando que la corriente les llevase hasta la costa.
Arrastrándose pudo dejarlo sobre la arena de la playa. Le acarició y le besó con mucha ternura. Se quedó a su lado cuidándolo, cantando para él las más bellas canciones durante toda la noche.Cuando salió el sol, vio que el príncipe despertaba. Entonces, volvió al fondo del mar. Volvió a su mundo acuático con el corazón enamorado de un príncipe terrestre.

Explicó a su abuela lo que había sucedido.Ahora solo deseo -le dijo- volver al mundo exterior para poderlo ver.Lo amo. Deseo vivir con él en la tierra!

-¿Pero qué dices, chiquita? -la interrumpió la abuela muy irritada- tu vida, tu mundo, somos nosotros. ¡Ni se te ocurra tal tonteria!.

La sirenita, entonces, decidió ir a ver a la bruja del mar. Pese a la repugnancia que le producía, sabía que solo ella la podría ayudar. Nadó hacia las profundidades pasando por aguas arremolinadas, cruzó por entre las piedras y algas enroscadas como verdes serpientes, y finalmente encontró el cubil de la bruja, rodeada de peces con ojos punzantes, tiburones y serpientes. Allá la bruja le dio un brebaje que le permitiría cambiar su cola por unas piernas, para poder salir en la superficie.

La sirenita tomó el brebaje y nadó hasta la superficie. Mientras subía sintió un horrible dolor en su cola de pez. Cuando llegó a la costa tenía dos bonitas piernas. Quiso cantar de felicidad, pero la bruja le había robado, de pasada, su bella voz. Se reclinó en la arena recordando a su amado y se durmió. Cuando despertó, a su lado estaba su príncipe, más bello y radiante que nunca.

-Gracias! - exclamó - Me has salvado la vida, he venido a esta playa todos los días a buscarte. Y hoy, al fin, ¡he tenido la suerte de encontrarte! Ella le miró con los ojos mucho abiertos y le sonrió. -Sin embargo, ¿quien eres?- preguntó el príncipe, afligido.La sirenita negó con la cabeza. El príncipe entonces la cogió de la mano y la llevó al palacio.

-Te diré Aurora- le dijo. La sirenita conoció bailes, realizó paseos por las montañas y cabalgó por los prados.

- Aurora -la gritó un día el príncipe- te presento a Úrsula, princesa de un país lejano. Se quedará con nosotros de visita. La sirenita, mientras saludaba a Úrsula, advirtió algo extraño en sus ojos. Un brillantez de maldad se reflejaba en ellos.

Transcurrían los días y el príncipe se acercaba más y más a Úrsula, dejando sola a la pobre sirenita, que no dejaba de pensar donde había visto aquellos ojos.

Una noche, durante una fiesta a palacio, Úrsula cantó con una voz bella. La sirenita reconoció entonces su propia voz, que la bruja le había robado el día que transformó su cola de pez en piernas de mujer. El príncipe quedó pasmado ante aquella voz, cálida, clara y tierna. Entonces propuso a Úrsula que se casase con él.

La ceremonia se iba a realizar en alta mar. La noche de la boda, la sirenita estaba muy bella, pero más triste que nunca. Mirando el mar, deseó estar al lado de su familia. Fue entonces que surgieron desde el agua sus hermanas mayores. ¡Cuál alegría tuvo al verlas! La sirenita las abrazó con los ojos llenos de lágrimas. Las hermanas le dijeron: - Entregamos a la bruja nuestras joyas para que nos explicase toda la verdad y poderte encontrar.

-Escucha con atención hermanita - dijo la más grande-. Hay una forma de romper el encantamiento de la bruja. Si besas el príncipe este se enamorará nuevamente de tí, volverás a tener tu voz y Úrsula volverá a ser la bruja de los mares.

La sirenita sonrió a sus hermanas y entró en el salón donde todos, reunidos, esperaban la ceremonia de la boda. Se lanzó a los brazos del príncipe y besó sus labios con todo el amor de su alma. En aquel mismo momento se rompió el maléfico embrujamiento. El barco se sacudió con violencia y Úrsula perdió todos sus falsos encantos. Convertida otra vez en bruja, se lanzó al mar.Y todos escucharon de los labios de la sirenita la verdad de la historia.

-¡Como pude hacerte tanto mal! dijo el príncipe conmovido, y añadió dulcemente: -Pido que me perdones y acceptes, si es que aún me quieres, que te proteja y te brinde mi amor para siempre. ¿Deseas ser mi esposa?

La sirenita le miró jubilosa y besó nuevamente sus labios con toda la ternura que tuvo para él desde la noche que le conoció.La fiesta se realizó en un barco de lujo. Fue la boda más espléndida que nunca se hubiese visto.

Las sirenas nadaron hasta la superficie para cantar al unísono. Los peces alzaron la cabeza por encima las olas haciendo brillar sus escamas doradas. Incluso el gran rey de los mares subió para ver a su hija. La sirenita, habiendo ya recuperado la voz, cantó con sus hermanas, llenando de gozo el corazón del príncipe.




El hombre que fue a tocar al infierno.
Se conoce que una vez andaba un músico por los caminos de México buscando un lugar donde tocar. Era una tarde especialmente calurosa, y no tenía una moneda en el bolsillo. Caminaba errante pensando en su mala suerte cuando se aproximó un hombre muy elegante montado a caballo.
- ¿Para dónde vas? – Preguntó el hombre elegante a nuestro músico.
- A ningún sitio en concreto, voy viendo si me sale una tocada por ahí – contesto nuestro músico.
- Bien, ¿A ti dónde te gustaría tocar?
- Allá donde me paguen, hasta en el mismísimo infierno si allí me llevasen.
- Pues entonces vamos, tengo una tonada para ti – Concluyó el elegante caballero.
Así es que nuestro músico recordó algunos tugurios malos en los que había tocado y no le importó. Se subió al caballo del hombre sin percatarse que este hombre era, en verdad, el diablo.
- Agárrate fuerte y cierra los ojos, no quiero que veas el camino por el que vamos – le dijo el hombre, a lo que el músico accedió.
Cuando el músico abrió los ojos ya estaba en el infierno. De tanto calor que había pasado aquella tarde ahí apenas notó diferencia.
- ¡Toma! – dijo el diablo tirando un saco de monedas a los pies del músico – esto pagará tu tocada, pero apresúrate que es tarde. – Y se marchó.
El músico empezó a tocar, y las almas condenadas empezaron a reunirse entorno a él. Entre el montón, se acercó el compadre del músico que lo reconoció al instante, y se acercó.
- ¡Oye compadre! ¿Qué andas haciendo aquí? - exclamó
- ¡Hola compadre! Me ha salido una tocada. ¿Pero no estabas muerto tu? – preguntó extrañado
- ¡Sí!, viniste a tocar al mismísimo infierno, así que si no estás muerto mejor salte, si no quieres quedarte penando como nosotros.
Y dicho esto nuestro músico agarró la bolsa y con la ayuda de su compadre consiguió salir del infierno sin que el diablo se percatara de ello hasta que fue tarde.
Usó el dinero para arreglar sus cuentas, y el mal recuerdo que le quedó de estar en el infierno fue suficiente motivo para no hacer en vida nada que lo devolviera ahí.




El pastorcillo mentiroso.
Érase una vez un pequeño pastor que se pasaba la mayor parte de su tiempo cuidando sus ovejas y, como muchas veces se aburria mientras las veía pastar, pensaba cosas que hacer para divertirse.
Un día, decidió que sería buena idea divertirse a costa de la gente del pueblo que había por allí cerca. Se acercó y empezó a gritar:
- Socorro! El lobo! Que viene el lobo!
La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano y corriendo fueron a auxiliar al pobre pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor. Y se enfadaron.

Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que pensó en repetirla. Y cuando vió a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar:
- Socorro! El lobo! Que viene el lobo!
Las gentes del pueblo, en volverlo a oír, empezó a correr otra vez pensando que esta vez si que se había presentado el lobo, y realmente les estaba pidiendo ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riendo de ver como los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enojados.
A la mañana siguiente, el pastor volvió a pastar con sus ovejas en el mismo campo. Aún reía cuando recordaba correr a los aldeanos. Pero no contó que, ese mismo día, si vió acercarse el lobo. El miedo le invadió el cuerpo y, al ver que se acercaba cada vez más, empezó a gritar:
- Socorro! El lobo! Que viene el lobo! Se va a comer todas mis ovejas! Auxilio!
Pero esta vez los aldeanos, habiendo aprendido la lección el día anterior, hicieron oídos sordos.

El pastorcillo vió como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, y chilló cada vez más desesperado:
- Socorro! El lobo! El lobo! - pero los aldeanos continuaron sin hacer caso.
Es así, como el pastorcillo vió como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras para la cena, sin poder hacer nada. Y se arrepintió en lo más profundo de la broma que hizo el día anterior.



Hansel y Gretel.
Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.
Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.




Los Reyes Magos.
Hace muchos, muchos años, vivían tres grandes Reyes, muy sabios y muy queridos por su gente. Se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar.
Una noche, mientras el Rey Melchor paseaba por el jardín de su palacio, buscando una cura para unas flores que poco a poco se marchitaban y nadie sabía como curar, vio una estrella que no era muy normal. Esa estrella bajó del cielo y lo avisó que había nacido el hijo de Dios y que, si quería verlo, debía seguirla.
El Rey Melchor vio que todas las flores de su jardín volvían a la vida. Maravillado por el milagro, ordenó preparar el camello para partir tan pronto como fuese posible. Y cogió algo de oro para ofrecerlo como regalo. Bien el hijo de Dios se merecía un gran puñado de oro. Miró al cielo y observó que, aún siendo ya de día, aún se veía la estrella y se dispuso a seguirla.
Esa misma noche, el Rey Gaspar estaba ocupado ayudando a sofocar un fuego que quemaba la gran Biblioteca Real. Libros y pergaminos ardían sin tregua y parecía que el agua no los podría apagar. Cuando en un descuido el Rey se encontró rodeado por el fuego, solo, en una habitación sin salida. Se alzó con una silla y se acercó a una ventana de la habitación para poder respirar. De repente, estando en la ventana, vió una estrella que se le acercaba rápidamente. El Rey Gaspar se apartó de la ventana, temiendo que la estrella le cayese encima, pero se quedó quieta en el centro de la habitación donde estaba el Rey Gaspar y le dijo que el hijo de Dios había nacido y que si lo quería ir a ver, la tenía que seguir. Acto seguido el fuego empezó a remitir y se apagó solo.
Sin pensarlo, después del milagro que había visto, ordenó preparar un camello, cogió un puñado de incienso para regalárselo al hijo de Dios y, aunque no había amanecido, ya salía a seguir la estrella.
Finalmente esa misma noche la estrella aún hizo una última visita. El Rey Baltasar estaba en su palacio buscando un león que se había fugado y corría por los pasillos de palacio. Súbitamente, al giro de un pasillo, se encontró frente a frente con el león. Cuando el león estaba apunto de abalanzarse sobre el Rey, una luz se interpuso entre ellos y una voz dijo: Ha nacido el hijo de Dios, si lo quieres venir a ver, sígueme. Dicho esto, esa luz se dirigió hacia el cielo y se transformó en estrella. El león se apaciguó y el Rey lo pudo acompañar dócil hasta su jaula sin más problemas. Hecho esto, el Rey ordenó preparar un camello, cogió un poco de mirra, un regalo digno de un Rey para el hijo de Dios, y partió para seguir la estrella antes de acabar la noche.
A los pocos días, siguiendo la estrella, los tres Reyes se encontraron en un cruce de caminos. Se alegraron mucho de dicho encuentro, puesto que se conocían y hasta ese momento habían hecho el viaje solos.
Ninguno de los tres Reyes había reparado en coger demasiada comida ni bebida para poder salir pronto a seguir la estrella, así que los tres se paraban pidiendo hospitalidad en las casas que se encontraban por el camino, algo de comida y agua, para ellos y sus camellos, para poder seguir la estrella.
Por doquier encontraron campesinos y ganaderos que de buena gana les ofrecían alojamiento y comida. Y ellos aprovechaban para comentar la buena nueva: Iban a ver al hijo de Dios que había nacido entre los hombres.
Después de días de camino, llegaron a Jerusalén, una gran ciudad, capital del Reino de Judea. Allí perdieron de vista la estrella, así que decidieron quedarse a pasar unos días hasta ver de nuevo la estrella. ¿O era que el hijo de Dios había nacido allí?
Querían quedarse a las afueras de Jerusalén, y preguntar a la gente si sabía dónde había nacido el hijo de Dios. Pero alguien avisó de la presencia de los Reyes a Herodes, que era el gobernador de los judíos, y había mandado un page a buscar a los Reyes y llevarlos a su palacio.
Los Reyes no declinaron la oferta, pues estaba muy mal visto negarse a una invitación, y pensaron que quién mejor que Herodes para saber si en su tierra había nacido el hijo de Dios.
Al llegar a palacio Herodes les había preparado un majestuoso banquete, el mayor que los Reyes hubieron comido en todo el camino. A media cena Herodes les preguntó el motivo de tan ilustre e importante visita. Fue Melchor el que contestó: Hemos venido a ver al hijo de Dios, el mesías. Hemos seguido una estrella que nos ha llevado hasta tu ciudad, pero aquí lo hemos perdido. ¿No sabrás tu dónde nació el hijo de Dios?
Herodes en ese momento se quedó pensativo. El hijo de Dios, ¡el mesías! ¿Y si había venido a usurparle el trono? Y aún no usuarpándoselo, tal vez los judíos preferirían seguir al hijo de Dios y no a él. Así que Herodes decidió que el hijo de Dios era una amenaza para él. Pero no sabía en qué lugar estaba, y se le ocurrió un plan.
No, no sé en qué lugar nació el hijo de Dios – dijo como si nada – Pero me alegra mucho saber que ha escogido mi reino para nacer. Buscadlo, tenéis libertad para ir allí donde queráis. Todas las puertas os serán abiertas, pero cuando lo encontréis, no os olvidéis de avisarme, puesto que yo también quiero adorarlo.
Los Reyes no vieron la malicia que se escondía detrás de esas palabras y quedaron muy satisfechos. Estuvieron todo el día por Jerusalén y, al anochecer, volvieron a ver la estrella. Así que se pusieron en marcha.
Pronto llegaron a un pueblo pequeño: Belén. Allí la estrella bajó en las afueras de la ciudad y se posó sobre un establo muy pobre donde muchos pastores y campesinos también se estaban acercando.
Los Reyes se aproximaron cautelosamente. Vieron en medio del establo viejo un niño recién nacido en brazos de su madre. Los pastores les dejaron llegar hasta la madre, que se presentó. María y su hijo: Jesús.
El Rey Melchor se acercó y recordando las flores marchitas que se habían sanado, le dio el oro que trajo con él. El Rey Gaspar también se acercó, y recordando las llamas que casi consumen su vida, le dio el incienso que había traído para el hijo de Dios. Finalmente el Rey Baltasar se acercó y recordando el manso león le dio la mirra que había traído para el mesías.
Al salir de allí, la estrella se volvió ángel y se presentó: Soy el Arcángel Gabriel, y os tengo que avisar. No aviséis a Herodes como os pidió, pues teme a Jesús y sólo le desea mal.
Los Reyes se pusieron tristes al oír esta noticia, pero se marcharon sin avisar a Herodes y sin volver a pasar por Jerusalén.
Por el camino los Reyes se supieron más sabios todavía, pues habían vivido la bondad de la gente más humilde que los acogió por el camino, que les dio de comer a cambio de nada y el mismo hijo de Dios, que había nacido entre ellos, en un establo. Y decidieron desde entonces recorrer el mundo para celebrar la buena nueva, repartiendo regalos y riquezas.
Pero como entonces, los Reyes van con poca comida y bebida. Por eso es importante que les dejéis algo de comer y beber para su largo viaje.

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